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viernes, 4 de julio de 2014

Visiones

Érase un padre adicto al vino como ninguno, que con el paso de los años no comía ni despertaba sin gota de alcohol en los poros. Tuvo una vez un hijo con mujer que no alcanzó a conocer los veinticinco inviernos como consecuencia de la imprudencia de un policía que matola en bicicleta. A los ocho años el niño aprendió el arte del bar tender, desde separar los vinos de los licores hasta ignorar las desventuras de briagos. Un día sin embargo, el padre tomó tanto que vio a su esposa muerta sentada en la silla de enfrente, y cuando le reclamó su desganado proceder para servirle otro vaso del brebaje tinto, reclamole el padre a la madre por tal desatino. Contempló el niño aquel disturbio en que el padre veía a la madre desaparecida y querida, y preguntole presto el querube donde se encontraba la madre que no oteaba con certidumbre. El padre saltó furioso de su silla ante la incomprensión de ambos, para quedar dormido en un sillón desvencijado que tropezó en su vacilante paso. Cuando despertó el padre con saliva que sabíale a centenario, espetó que su mozuelo tres botellas de rojo licor se había terminado. Al increpar el crudo al recién borracho por el vicio consumado, el escuincle reparó en un grito que si con el vino el padre pudo ver a la madre, él también quería contemplarle hasta la madre. Nicos

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